De los tres padres fundadores de la poesía moderna (los otros son
Baudelaire y Rimbaud), Stéphane Mallarmé (1842-1898) es sin duda el más
discreto, el más refinado y el más oculto. Su obra, intensa y magnífica, se eleva
hasta los límites donde el lenguaje humano pretende volverse a la vez música e
idea (o tal vez, como él mismo aludió, “música de la idea”), llega al exceso no
por el desborde sino por la concentración, por la sensualidad de su ascetismo
espiritual. Y le absorbió prácticamente toda su vida. Una vida que, a
diferencia de sus grandes colegas de trágica bohemia, parecía haber sido calma
y sosegada.
Traducción de carta de Stéphane
Mallarmé A Eugène Lefébure
27 de mayo de 1867
…
“Yo no conocía sino el grillo inglés,
dulce y caricaturista: ayer solamente entre los trigos jóvenes he oído esta voz
sagrada de la tierra ingenua, menos descompuesta ya que la del pájaro, hija de
los árboles en medio de la noche solar, y que tiene algo de las estrellas y de
la luna, y un poco de muerte; pero cuánto más una sobre todo que la de
una mujer, que caminaba y cantaba delante de mí, y cuya voz parecía
transparente de mil muertes en las cuales ella vibraba —¡y penetrada de Nada!
¡Toda esa felicidad que tiene la tierra de no estar descompuesta en materia y
en espíritu estaba en ese sonido único del grillo!”
Si la poesía es para Mallarmé la perfecta
expresión de la belleza, es porque las palabras, elegidas también por su
vibración acústica, cobran un sentido más puro, y de la sucesión de las mismas
palabras, a despecho de la sintaxis si es necesario, se desprende una música
cuyo sentido se evapora en sus múltiples posibilidades, tanto más cuanto que la
abolición de la puntuación libera el flujo sonoro, el canto.
Poeta,
maestro de los simbolistas, fue el oráculo de los "martes"(las
famosas veladas literarias que acogía en su apartamento de la calle Roma) este
amigo fiel de poetas y pintores, este innovador, este espíritu exigente,
lamentaba hondamente no ser un grillo. "Sólo ayer, entre el trigo joven,
oí esa voz sagrada de la tierra ingenua...Toda esa felicidad que tiene la
tierra de no estar descompuesta en materia y espíritu estaba en ese sonido
único del grillo". Aquí se expresa lo esencial de la búsqueda mallarmeana
de la voz única, cósmica, materia y espíritus confundidos, búsqueda resumida en
esta fórmula.
Stéphane
vio en el canto del grillo "la voz una y no descompuesta" de la
naturaleza. El grillo mallarmeano era la
voz de esa naturaleza silenciosa, compuesta de sonidos repetibles, ilimitados y
perennes, cuya descomposición sólo se hace posible en la voz humana. De alguna
manera, para el insecto el lenguaje humano no se diferencia de su canto, ya que
se basa en la repetición y combinación de una serie discreta de elementos, pero
el hecho de que las posibilidades combinatorias sean infinitas para el sujeto
de modo que éste puede percibir en esos posibles su propia unicidad, sus
límites y ver allí finalmente cómo se descompone la naturaleza frente a su
particularidad, introduce la diferencia y el dolor.
Creó poemas cerrados en sí mismos, lejos de
cualquier realismo, donde el sentido proviene de las resonancias. En su poesía
las sonoridades y los colores juegan un rol tan importante como los sentidos
cotidianos que tienen las palabras, lo cual hace su traducción realmente
difícil, pero sobretodo nos hace sentir libres.
Según algunos autores, fue el creador de un
impresionismo literario (escribió que su intención era «pintar no la cosa, sino
el efecto que produce», por lo cual el verso no debía componerse de palabras,
sino de intenciones, y todas las palabras borrarse ante la sensación)
Este humilde grillo que escribe, hace
años, muchos años que dejó de cantar, tampoco vio el fruto de sus entrañas en
las ninfas que nunca hubo en las putrefactas aguas que le rodean. De cualquier
manera tampoco fui capaz de entonar esas dulces melodías en las noches de
insomnio y cacería.
Tampoco mi parca prosa presenció noche
alguna de tertulia, nunca departí con grandes ni mediocres conversadores, ni
fui capaz de ver belleza en cosas simples y sencillas.
El grillo. El grito del grillo, el llanto y
el lamento del grillo en la soledad de la noche poco me acompañó en la
solitaria ciudad. Admiro la capacidad de ver y dibujar esa belleza como lo
hicieran los poetas. Con un animal
oscuro, frío al tacto de aspecto de cucaracha y escondido en la campiña, nos preparó
un suculento manjar acompañado de su lírica y regado con una sonora y vibrante poesía.
Escucharon, desmembraron cada
rima de su gemido, de su “quejío” y lo elevaron a las máximas categorías del
arte. Vieron la musicalidad y la cadencia de las múltiples composiciones
nocturnas que interpretaban para ellos esos pequeños y desde ahora entrañables seres.
Pintar palabras y escribir colores, eso pretendo,
siempre lo he pretendido, pero hoy buscando a un músico del romanticismo me he
encontrado nuevamente con mi admirado compositor de ideas, con este hombre que
se lamentaba por no haber nacido grillo.
Mezclo colores, elevo las texturas a
límites imposibles, raspo y lijo la mancha, velo suavemente el basto estuco
para proceder seguidamente a restregarlo violentamente con trapos y papeles que
se arrugan y se rompen sembrando el parquet de mi estudio de finas lágrimas
multicolores y pegajosas. Ellas y sólo ellas son testigos mudos del violento
encontronazo del hombre con la materia, de la inutilidad de querer retratar lo
imposible, de transcribir los sueños a una burda tela de saco.
Nuevamente el grillo volverá a cantar
noche tras noche y yo con él vagaré por los infinitos, oscuros y peligrosos
cenagales descompuestos en la “búsqueda”; en mi “búsqueda” e intentaré
plasmarlo en un trozo de blanda y mullida nube de papel o un tosco lienzo, con
balbuceantes trazos de aprendiz de grillo.
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