lunes, 19 de noviembre de 2012

EL CANTO DEL GRILLO



                                   




          De los tres padres fundadores de la poesía moderna (los otros son Baudelaire y Rimbaud), Stéphane Mallarmé (1842-1898) es sin duda el más discreto, el más refinado y el más oculto. Su obra, intensa y magnífica, se eleva hasta los límites donde el lenguaje humano pretende volverse a la vez música e idea (o tal vez, como él mismo aludió, “música de la idea”), llega al exceso no por el desborde sino por la concentración, por la sensualidad de su ascetismo espiritual. Y le absorbió prácticamente toda su vida. Una vida que, a diferencia de sus grandes colegas de trágica bohemia, parecía haber sido calma y sosegada.


           Traducción de carta de Stéphane Mallarmé A Eugène Lefébure
27 de mayo de 1867
     “Yo no conocía sino el grillo inglés, dulce y caricaturista: ayer solamente entre los trigos jóvenes he oído esta voz sagrada de la tierra ingenua, menos descompuesta ya que la del pájaro, hija de los árboles en medio de la noche solar, y que tiene algo de las estrellas y de la luna, y un poco de muerte; pero cuánto más una sobre todo que la de una mujer, que caminaba y cantaba delante de mí, y cuya voz parecía transparente de mil muertes en las cuales ella vibraba —¡y penetrada de Nada! ¡Toda esa felicidad que tiene la tierra de no estar descompuesta en materia y en espíritu estaba en ese sonido único del grillo!”
   Si la poesía es para Mallarmé la perfecta expresión de la belleza, es porque las palabras, elegidas también por su vibración acústica, cobran un sentido más puro, y de la sucesión de las mismas palabras, a despecho de la sintaxis si es necesario, se desprende una música cuyo sentido se evapora en sus múltiples posibilidades, tanto más cuanto que la abolición de la puntuación libera el flujo sonoro, el canto.
      Poeta, maestro de los simbolistas, fue el oráculo de los "martes"(las famosas veladas literarias que acogía en su apartamento de la calle Roma) este amigo fiel de poetas y pintores, este innovador, este espíritu exigente, lamentaba hondamente no ser un grillo. "Sólo ayer, entre el trigo joven, oí esa voz sagrada de la tierra ingenua...Toda esa felicidad que tiene la tierra de no estar descompuesta en materia y espíritu estaba en ese sonido único del grillo". Aquí se expresa lo esencial de la búsqueda mallarmeana de la voz única, cósmica, materia y espíritus confundidos, búsqueda resumida en esta fórmula.
        Stéphane vio en el canto del grillo "la voz una y no descompuesta" de la naturaleza. El grillo mallarmeano era  la voz de esa naturaleza silenciosa, compuesta de sonidos repetibles, ilimitados y perennes, cuya descomposición sólo se hace posible en la voz humana. De alguna manera, para el insecto el lenguaje humano no se diferencia de su canto, ya que se basa en la repetición y combinación de una serie discreta de elementos, pero el hecho de que las posibilidades combinatorias sean infinitas para el sujeto de modo que éste puede percibir en esos posibles su propia unicidad, sus límites y ver allí finalmente cómo se descompone la naturaleza frente a su particularidad, introduce la diferencia y el dolor.
   Creó poemas cerrados en sí mismos, lejos de cualquier realismo, donde el sentido proviene de las resonancias. En su poesía las sonoridades y los colores juegan un rol tan importante como los sentidos cotidianos que tienen las palabras, lo cual hace su traducción realmente difícil, pero sobretodo nos hace sentir libres.
    Según algunos autores, fue el creador de un impresionismo literario (escribió que su intención era «pintar no la cosa, sino el efecto que produce», por lo cual el verso no debía componerse de palabras, sino de intenciones, y todas las palabras borrarse ante la sensación)
     Este humilde grillo que escribe, hace años, muchos años que dejó de cantar, tampoco vio el fruto de sus entrañas en las ninfas que nunca hubo en las putrefactas aguas que le rodean. De cualquier manera tampoco fui capaz de entonar esas dulces melodías en las noches de insomnio y cacería.
   Tampoco mi parca prosa presenció noche alguna de tertulia, nunca departí con grandes ni mediocres conversadores, ni fui capaz de ver belleza en cosas simples y sencillas.
   El grillo. El grito del grillo, el llanto y el lamento del grillo en la soledad de la noche poco me acompañó en la solitaria ciudad. Admiro la capacidad de ver y dibujar esa belleza como lo hicieran los poetas.  Con un animal oscuro, frío al tacto de aspecto de cucaracha y escondido en la campiña, nos preparó un suculento manjar acompañado de su lírica y regado con una sonora  y vibrante poesía.
Escucharon, desmembraron cada rima de su gemido, de su “quejío” y lo elevaron a las máximas categorías del arte. Vieron la musicalidad y la cadencia de las múltiples composiciones nocturnas que interpretaban para ellos esos pequeños y desde ahora entrañables seres.
    Pintar palabras y escribir colores, eso pretendo, siempre lo he pretendido, pero hoy buscando a un músico del romanticismo me he encontrado nuevamente con mi admirado compositor de ideas, con este hombre que se lamentaba por no haber nacido grillo.
    Mezclo colores, elevo las texturas a límites imposibles, raspo y lijo la mancha, velo suavemente el basto estuco para proceder seguidamente a restregarlo violentamente con trapos y papeles que se arrugan y se rompen  sembrando  el parquet de mi estudio de finas lágrimas multicolores y pegajosas. Ellas y sólo ellas son testigos mudos del violento encontronazo del hombre con la materia, de la inutilidad de querer retratar lo imposible, de transcribir los sueños a una burda tela de saco.
     Nuevamente el grillo volverá a cantar noche tras noche y yo con él vagaré por los infinitos, oscuros y peligrosos cenagales descompuestos en la “búsqueda”; en mi “búsqueda” e intentaré plasmarlo en un trozo de blanda y mullida nube de papel o un tosco lienzo, con balbuceantes trazos de aprendiz de grillo.

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